Si bien al principio el artículo se iba a titular “DE PAJAS Y DE VIGAS” por seguir la metáfora evangélica, al final me ha podido el evitar malentendidos y lo he acabado llamando “de motas y de piedras” si bien el símil es el mismo.
Vivimos época de evaluaciones, y cuando digo vivimos me refiero a todos aquellos con los que comparto más de media vida, alumnos, profesores, familias. Y en esta época de evaluaciones solemos hacer balance de lo académico y de lo que no. Ignoro a aquellos que viven instalados en el mundo de las excusas y las justificaciones y me centro en aquellos que les gusta valorar, ponderar, sopesar. Todos estos, entre los que me encuentro, tenemos siempre unos referentes, unas aspiraciones y no nos suele costar comparar la realidad con esas expectativas. Lo que ya nos cuesta un poco más, y esta vez hablo sobre todo por mí, es aplicarnos esos mismos estándares (de ahí lo de las motas). En mi última valoración sobre un grupo de alumnos constataba una tendencia a sobrevalorar su esfuerzo y a convertir la generosidad en un derecho (ahí lo de las piedras) Y es aquí donde he decidido dejar de ver esas piedras y fijarme en mis motas. ¿Cuántas veces nos creemos con derecho a cosas mejores de las que nos pasan?¿Cuántas veces nos hemos esforzado y sin embargo no hemos obtenido recompensa?¿y cuántas de las veces en que sin esforzarnos sí la hemos obtenido lo hemos achacado a la suerte y no a la generosidad? ¿A dónde quiero ir a parar? Quiero hacerme yo también consciente de esta tendencia en mí y quiero aprender. Quiero ser capaz de seguir esforzándome pero asumiendo eso no tiene una relación causa-efecto directa con los resultados (que se lo cuenten sino a los “colchoneros”). Quiero ser capaz de descubrir la generosidad que me rodea y aceptarla con humildad y gratitud. Quiero pasar de exigir buen tiempo a aceptar como bendición la lluvia recibida. No sé si es fácil o difícil, sólo sé que me lo han enseñado mis alumnos con sus motas y mis piedras.
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Eso de ver escrito algo y saber que tú lo podrías haber dicho. Eso de leer unas palabras y sentir que alguien te ha leído el pensamiento. Eso mismo me pasó al oír decir a Susan Perrow que “los cuentos tienen el poder de sanar heridas”.
No es nada nuevo ni nada original. Tengo amigos que llevan muchos años usando los cuentos, creyendo en su poder. También me consta que ante la palabra cuento hay “reticencias” como si nos avergonzara volver a esa época infantil en la que creíamos en príncipes y dragones. Como si la vida fuera otra cosa. Quizás sea otra cosa pero también pudiera ser que al hacernos mayores, nos hacemos rígidos y literales. Nos quedamos pegados a las palabras y no las dejamos crecer y desarrollar esa capacidad que tienen de, sin abandonar la realidad, transformarla. Porque no hay mejor manera para explicar lo difícil, lo inexplicable, lo que sabemos que es verdad aunque no lo podamos demostrar que una narración, una parábola, un cuento. Qué más da el nombre. Hay gente que lo ha sabido desde siempre. Dolores Aleixandre lleva tiempo reivindicando el poder de la narración. Y no sólo lo dice sino que lo hace (lo cual no sólo es más coherente sino más difícil) y además lo hace muy bien (“Ohhhleta” diría mi hijo, que traducido para no iniciados significa “olé por ella”). Y ustedes y yo también lo hemos sabido desde siempre. No deberíamos necesitar de estudios sesudos (que los hay) sobre el poder de una buena historia y sus aplicaciones ya sea en publicidad, educación o terapia. Nos debería bastar la propia experiencia, la propia vida. ¿Qué creyente no ha comprendido a la primera la grandeza del amor de Dios cuando ha oído hablar del “hijo pródigo” o de la oveja perdida? Hasta a nosotros, que no somos pastores, nos conmueve esa historia miles de años después y con un estilo de vida alejado de ese tiempo. Porque ese es uno de los “milagros” de las historias, que consiguen llegar hasta nuestro corazón más allá de los detalles o precisamente gracias a ellos. No necesitamos que nadie nos diga con miles de adjetivos y explicaciones cómo es ese amor, ni pedimos pruebas. A la primera lo “pillamos” ¿Quién no le ha contado una historia a un niño y ha visto en sus ojos y en sus palabras ese “y qué más” que invita a seguir contando porque esos ojos y esos oídos necesitan seguir escuchando? Y lo necesitan más que comer, beber o incluso ir al baño. ¿Quién no ha leído un libro y ha sentido que esas palabras iban dirigidas a uno mismo, que ese libro había sido escrito e impreso para él, para que en ese instante oyera esas palabras y le salvara de sí mismo o le permitiera llorar o comprendiera lo que estaba sintiendo? A la hora de convencer, a la hora de explicar, a la hora de entender nada mejor que una historia, que un cuento, que una parábola. Porque necesitamos historias como necesitamos el pan. De modo que si pueden, cuenten, narren, incluso a sí mismos. Lo necesitamos, de lunes a domingo, este último incluído. Así que, más narración y menos sermón. 10:00 horas. Mis dedos sobre las teclas del ordenador y mis ojos en su pantalla. Sí, no necesito mirar al teclado, son las ventajas de que a mis padres les parecieran muy largos los veranos y la mecanografía muy útil. Por cierto ¿se sigue estudiando mecanografía?
Digresión aparte, mis ojos fijos en la pantalla decidieron mirar hacia la ventana. Y allí, en la ventana, estaba la imagen que corona estas palabras. Me quedé mirando. Los dedos, las teclas, la pantalla dejaron de existir. Me dediqué sólo a mirar. No fue una decisión muy reflexionada y les aseguro que no tengo una tendencia innata a “perder” el tiempo. Sin embargo, en ese momento me pareció que no había mejor manera de aprovecharlo. La miro ahora y me doy cuenta de que la imagen no es impactante. Sin embargo, en ese momento me atrapó. Me atrapó cómo se mecían las hojas, cómo se reflejaba el sol, cómo transcurría la vida por la planta en ese breve instante. Porque de eso se trataba, de la belleza del instante, de ese momento breve que no vuelve a ocurrir y que sólo por eso merece nuestra atención. Y con nuestra atención, la lentitud del tiempo, como si lográramos poner la realidad a cámara lenta y sentir que estamos viviendo el instante. Los físicos me citarán a Einstein, los psicólogos me hablarán de percepción o de atención plena, incluso los cinéfilos (de cierta edad) recurrirán a American Beauty y a ese video de una bolsa moviéndose… y yo les diré a todos que sí, porque probablemente tendrán razón pero me quedaré con la sensación, con el instante y con su belleza y desearé vivirlo de nuevo. A veces les digo a mis alumnos ante algunas de sus quejas y lamentos: “Siempre hay dos opciones, poner excusas o buscar soluciones” Es una frase de esas aplicable a varias situaciones o personas empezando por uno mismo. No importa la edad, no importa el trabajo ni la responsabilidad, siempre podemos poner excusas o buscar soluciones. Las excusas son muy buenas disfrazándose de modo que pueden resultar de lo más convincentes: “no, es que depende de muchos factores… hay que estudiarlos todos” Balones fuera para no aceptar que tú eres uno de esos factores y ponerle remedio. “A ellos también les ha pasado” Mi madre que es de tierra de refranes diría “mal de muchos, consuelo de tontos” No seré yo como hija la que le quite la razón y además añadiría que me sorprende cómo nos hermana el “infortunio” frente a la poca solidaridad del triunfo. “No, es que ha pasado esto… “ Y qué casualidad, el esto siempre es un factor externo que escapa a nuestro control y del que por lo tanto no podemos hacernos responsables.
Bendito autoengaño. Nos mantiene a salvo, tranquilos, pero no cambia nada o peor aún, no nos deja la libertad de elegir el camino porque siempre están ahí los imponderables multifactores, la mayoría o el fatal destino sin darnos cuenta que cuando nos “acogemos” en el regazo de las excusas nos protegemos… y a la vez nos limitamos. Por el contrario, cuando decidimos aceptar nuestra parcela de responsabilidad, aunque al principio duele, y a veces mucho… luego esa herida se cierra y “sana”, y lo hace bien. Cuesta asumir que quizás se ha hecho algo mal, que posiblemente esto se pueda resolver mejor, que ha habido exceso de confianza, que nos hemos equivocado. Pero después de esa punzada inicial viene la libertad de pensar opciones, ver cómo se podría reconducir la situación, convencerse de que se puede cambiar. Cuando uno asume que el rumbo que ha tomado es erróneo también asume que está decidiendo el rumbo y que por lo tanto se puede virar. Los errores duelen pero bien gestionados nos hacen dueños de nuestro destino, nos hacen más libres. Y como todo, o casi todo en la vida, con la repetición viene el hábito. Así que nos toca elegir qué tipo de personas, de instituciones queremos llegar a ser: de las que ponen excusas o de las que buscan soluciones. Your choice. Desde siempre, me ha atraído la gente con talento: para el arte, para la ciencia, para sonreir o para hacer feliz. Desde casi siempre, he sabido reconocer ese talento a mi alrededor: en alumnos, en compañeros, en amigos y en la familia. Pero sólo desde hace algún tiempo, me preocupa la gestión de ese talento. O mejor dicho su mala gestión.
Cuando oigo sobre un alumno talentoso: “sí, es muy bueno en esto pero sin embargo…” o a un directivo no contar con alguien con talento para evitar que se lo vaya a “creer” me planteo porqué le tenemos miedo al talento. Y se me ocurren varias respuestas, cada uno tendrá que elegir la suya como yo en un momento dado elegí la mía. Quizás quien habla detrás de esas expresiones puede ser nuestra propia inseguridad personal, el pensar que las buenas cualidades de otra persona nos hacen a nosotros de menos, cuando no es así porque no se trata de vasos comunicantes. También puede ser nuestra mediocridad la protagonista de esas sentencias. Esa mediocridad que hace que sabiéndonos en el fondo menos talentosos nos neguemos a aceptarlo impidiendo que el otro ocupe el lugar que le corresponde. Llámese miedo, llámese inseguridad, envidia o mediocridad… le pongamos el nombre que queramos provoca daños y perjuicios. Y no me refiero sólo a daños personales, que de esos me ocuparé en otro momento. Provoca también daños a nivel grupo, organización, proyectos. Si no dejamos que el talento se desarrolle, si pensamos en nuestros miedos en lugar de en nuestros horizontes estamos bloqueando ideas, “matando” iniciativas y lo que es peor, enseñando a los que aprenden de nosotros que hay que ocultar el talento, que es mejor pasar desapercibido, que no hay que poner el talento al servicio del bien común porque lo común es no querer bien al talento. También es verdad que el brillo es muy difícil de esconder y a veces, me gustaría pensar que bastantes veces, sale a la luz. Y cuando lo hace siempre hay quien ve arrogancia en ese brillo, siempre hay quien parece exigir que ese brillo sea “humilde” y lo pongo entre comillas porque cuantas veces detrás de esta humildad que pedimos no están de nuevo miedos, inseguridades, mediocridades… Aprovecho para usar uno de esos argumentos de autoridad que dan calidad a un texto. En este caso la autoridad la da Santa Teresa al decir que “la verdadera humildad es andar en verdad”. Pues eso, que a veces no es soberbia ni arrogancia la que muestra ese alumno, ese amigo, ese compañero o ese ponente con talento que tenemos delante sino que simplemente expone lo que tiene, lo que sabe, lo que ha aprendido (quien sabe si a veces con dolor) así que no le hagamos ir pidiendo disculpas por la vida por tener talento. No hay nada que perdonar. En mi tierra hay un colegio que interesa al mundo. No es literal pero “casi”, porque hoy un colegio de Zaragoza es noticia en “El Mundo”. Se trata del colegio público “Ramón y Cajal” de Alpartir, uno de esos centros rurales agrupados en los que niños de distintas edades comparten aula. Eso, evidentemente no es noticia. Pero sí lo es el hecho de que todo el pueblo está implicado en esta escuela de modo que podríamos decir como dice el titular de la noticia que la escuela es el pueblo o el pueblo es la escuela, tanto monta, monta tanto. Padres y personas mayores del pueblo intervienen y colaboran en los proyectos enseñando a los alumnos y por qué no, dejándose enseñar por ellos. Esto hace que no sólo se aprendan matemáticas o ciencias, que se aprenden, sino que “cale” en los niños y adolescentes un respeto por sus mayores y por su sabiduría acumulada a lo largo de los años. Este es uno de los aspectos que más me gusta de este cole. De hecho, si como recogen muchos estudios, la implicación de las familias y de la comunidad es uno de los indicadores de “escuelas del s.XXI”, este colegio tiene todos los puntos para estar ahí. Pero no solamente tiene esos puntos, también tiene el de no “encerrar” el proceso de enseñanza-aprendizaje en el aula, o dicho de otro modo el de considerar que el aula va más allá de las 4 paredes, que aprendemos aunque no haya silla, pupitre y pizarra. Aspectos que sabemos importantes y que tanto nos cuesta poner en práctica. Aspectos que lo han hecho entrar a formar parte de las “Escuelas Changemaker” de Ashoka.
También en mi tierra, hay una cierta tendencia a no valorar a veces a los de casa o a mirar con suspicacia sus avances. Perdónenme pero yo en esta ocasión no voy a entrar a ese trapo. Supongo que tendrán sus problemas, como todos, pero ellos al menos han sido capaces de poner en valor sus ventajas. Felicidades a Juan Antonio Rodríguez, el director del colegio. No lo conozco personalmente pero me temo que proyectos así no salen adelante sin alguien que ejerza un buen liderazgo. Felicidades esos cinco profesores por su implicación que supongo que les supondrá más trabajo pero también más satisfacción y junto a ellos felicidades a toda la comunidad educativa que en este caso me temo que abarca a todo el pueblo. Felicidades a todos por lo logrado y por lo soñado, que estoy segura se traducirá en más logros, sin necesidad de ir muy lejos, aquí en mi tierra. “Gracias a la vida…” es la letra de una canción pero para mí también es una letanía. La escuchaba de pequeña en una radio que mi madre tenía puesta en la mesa de la cocina. No sé si era antes de la radionovela, o después del consultorio de Elena Francis. Sólo sé que su letra, su música provocan en mí el mismo efecto que le provocaron a Proust aquellas magdalenas.
Hay momentos en que cuesta dar gracias a la vida. Hay momentos en que la vida pesa y es un lastre. Hay momentos en que uno desea abandonarse del mismo modo que hay vidas en las que uno piensa hay poco que agradecer. Pero me temo, intuyo con una de esas certezas que a veces se cuelan en la piel, que no así. Que la vida es poderosa, que hay algo que provoca siempre el permanecer, el seguir. Hace años oí a una mujer nicaragüense relatar como el huracán Mitch había levantado el techo de su casa con ella dentro, como vio volar sus cosas y con ellas parte de su vida, como se quedó sin nada y tuvo que recomenzar con la conciencia de que cualquier día podía volver a pasar. Lo contaba con crudeza y con humor, tanto que sus palabras no movían a la lástima sino a la admiración. Entonces, después y ahora, en los momentos de alegría pero también en los de dolor, vuelven a mí con fuerza esas palabras, resuena en mí esa canción, al modo de un lamento, una oración, una alabanza o quizás una súplica… Gracias a la vida. Hoy ha nevado en mi ciudad. No es nada habitual, por eso nos hemos acercado todos a la ventana a ver nevar y nos hubiéramos pasado así el rato si la rutina no hubiera impuesto su disciplina.
Y entonces ha surgido la idea… como la nieve. Nuestro quehacer docente debiera ser como la nieve. De caída suave, sin agravio pero incesante, buscando “cuajar” junto a otros copos. No siempre es así. A veces buscamos el deslumbramiento, el impacto a la manera del rayo en una tormenta. Reconozco el poder de atracción de este tipo de acciones educativas intensas y con mucho carisma, pero desconfío de su sostenibilidad en el tiempo. Es más, creo que su mayor valor está en su brevedad, en su rasgar la rutina, en su capacidad de extrañamiento. Hoy me ha dicho un alumno que me había emocionado al ver la nieve y tenía razón. Porque no siempre es necesario un rayo para invitar al asombro. Hay una gran belleza en la caída de los copos, cada uno distinto pero con ese efecto global que nos hace afirmar: “está nevando”. Como en nuestra labor en el aula, clase, clase, clase cada una diferente pero con ese efecto global de “estoy aprendiendo”. No importa que cada uno de nosotros seamos diferentes o demos nuestra clase de forma distinta pero debiera unirnos una caída, un deseo de llegar a nuestro horizonte, una gravedad “educativa” que nos guíe y nos marque el ritmo. El ritmo adecuado, el ritmo que permite ver cómo se va depositando, cómo se va aprendiendo, el ritmo que hace que se pose una capa y luego otra, casi sin esfuerzo, desde la ligereza que siempre, no sólo en educación, también en la vida, es tan difícil de conseguir. Como difícil es llegar, educar y salir de escena. Tan importante como educar y tan humano como el deseo de dejar huella es la humildad de pasar a formar parte del manto de nieve que ya ha caído. Hay que salir de escena, dejar que otros copos caigan, saber cuándo estás en el momento de educar y cuando hay que confiar en que otros continúen la labor. No es fácil y hay cierta nostalgia en ello. La misma que junto al asombro, he sentido al ver caer la nieve. Mañana es 8 de Marzo, día internacional de la mujer. Los partidos presumirán de sus cuotas, twitter se llenará de frases, instagram de fotos…hasta yo estoy aquí escribiendo este post por el hecho ser mujer.
¿Por qué un 8 de marzo? Porque un 8 de marzo de 1911 murieron 146 mujeres en el incendio de una fábrica en Nueva York, incendio del que no pudieron escapar ya que los dueños de la fábrica habían cerrado todas las salidas para evitar robos. Una tragedia que marcó antes y un después en los derechos de las mujeres trabajadoras y que hizo que ese día fuera representativo. Seguro que entre vosotros hay opiniones a favor de que exista este día y opiniones en contra. Para todo hay. Yo no voy a entrar en ese debate porque más que el día de mañana, me interesan los 364 días que quedan hasta el próximo 8 de marzo. Días en los que por el hecho de llevar una X, en lugar de una Y en tus genes (cosa por otro lado es completamente aleatoria) tienes más posibilidades de que no te permitan ir a la escuela, de que abusen sexualmente de ti o de que mueras por hambre o enfermedad. Un 50% de posibilidades antes de nacer, y muchísimas menos después. Posibilidades que se ven menguadas según donde has nacido (otra cuestión que depende del azar). Si eres de las que ha tenido la suerte de nacer en uno de los países que llamamos desarrollados, no veras limitado el acceso a la educación pero, eso sí, cobrarás menos por el mismo trabajo y tendrás un techo de cristal si aspiras a ciertos puestos directivos. No me preguntes por qué, porque no lo entiendo. Como tampoco entiendo a veces nuestra complacencia con esta situación. Tampoco lo entendía Emilia Pardo Bazán, que consiguió que un 8 de marzo (también un 8 de marzo) de 1910, las mujeres pudiéramos acceder a la universidad como los hombres. O tampoco lo entendieron todas aquellas sufragistas que pelearon para que hoy nuestro voto valga lo mismo que el de nuestros compañeros de trabajo o de vida. O como tampoco lo entienden todas aquellas mujeres y hombres (sí también hombres, que esto es cosa de todos) que con su trabajo, día tras día, ponen su granito de arena para que cada persona pueda desarrollar todo su potencial. Todos aquellos y aquellas que con su forma de proceder evitan que alguien se sienta discriminado o con el derecho a discriminar. Tras años en las aulas, me doy cuenta de que el talento no entiende de sexos. Que tengo alumnos talentosos y alumnas con mucho talento. Les miro y veo el futuro, pero me da coraje pensar que ese futuro puede estar más limitado para algunas que para algunos y que el límite no lo van a poner sus capacidades sino esa X o esa Y que llevan en los genes. Les miro y sé que algunas no se van a dejar, que van a llegar lejos y van a ser líderes en la profesión que elijan y en su vida. Y lo van a ser más allá de discriminaciones o cuotas. Sólo les pediría una cosa… que cuando llegue ese momento no se olviden de las que no han podido, porque sus circunstancias no se lo han permitido o no han sabido. Que pongan su talento al servicio de una sociedad más justa, una sociedad en la que nadie se crea más que nadie, pero tampoco menos... ni más ni menos que decía aquella rumba.
Les hablaba en un artículo anterior de “La escuela del s.XXI” y de cómo empezar a soñar con transformar la nuestra. Pero en este tema como en otros se me olvida lo importante que son los detalles. Y no me refiero al detalle-regalo sino a esas pequeñas cosas que pueden hacer tambalear algo grande. Como ese tubo de pasta de dientes mal cerrado que puede ir taladrando una relación o esa piedrecita en el zapato que estropea el mejor de los paseos.
Hay diferentes maneras de aprender y cada uno conoce la suya. Yo sé, por ejemplo, que en los asuntos de la vida “aprendo por experiencia” o más bien “por torpeza”, es decir, tropezando una y otra vez en la misma piedra. En concreto esta semana ha sido de mucho tropezar así que confío en que también sea de mucho aprender. Aprender que para transformar nuestra escuela es importante no olvidar prestar atención a las relaciones y a cómo nos comunicamos y afrontamos los conflictos. Toda innovación se irá a traste si no cuidamos este detalle. Ya les digo que no vengo a dar lecciones porque llevo las rodillas arañadas y los pantalones rotos, sino a compartir impresiones y a aprender. Si es verdad que “sólo has aprendido aquello que eres capaz de explicar” este texto es mi prueba de evaluación. HONESTIDAD. Permítanme que sea esta la primera impresión que comparta. No confundir con la verdad absoluta ni con la coherencia. Ambas, la verdad y la coherencia, son para mí términos demasiados absolutos, demasiado rotundos, de modo que me resulta difícil enarbolar esa bandera. Pero no por ello renuncio a decir la verdad, mi verdad, más pequeña pero sincera, porque habla de lo que creo pero también de lo que temo y de lo que deseo. HERIDAS. Me preocupan las heridas. Y no hablo de sangre visible y aparente, sino de esas heridas que aparecen cuando nos relacionamos. Son inevitables. Si no hubiera roce no habría herida pero la realidad es que no siempre se intenta taponar la herida y a veces no cicatriza bien. Creo que sin renunciar a la honestidad, hemos de ser conscientes de los daños y afrontarlos, tanto cuando se trata de limpiar las propias heridas como cuando tenemos que atender a las ajenas. PIRAÑAS. Cuidado con las pirañas emocionales, que haberlas “haylas”. Personas que disfrutan con estas situaciones y aprovechan cualquier ocasión para una confidencia. Confidencia que es escuchada y repartida después. Pueden tener o no la máscara de la amabilidad pero las reconocerás fácilmente porque su humor mejora cuando “hay algo que comentar”. Dos cosas a evitar: tenerlas cerca y parecerse a ellas. HORIZONTE. Nada de lo anterior, nos debe paralizar. ¿Es importante lo emocional? sí. ¿Hay que prestarle atención? también. ¿Debe paralizar nuestra vida? No. Hemos de asumir los roces como parte de la relación. Si además somos torpes, deberemos aceptar que nos vamos a hacer heridas. Pero en ningún caso, vamos a perder de vista lo importante en nuestra vida, eso que nos mueve a crecer, a transformar nuestro “cachito” de mundo, a celebrar el seguir aquí. De modo que al caer, uno puede permitirse sufrir un poquito por la piedra en el zapato pero rápidamente toca levantarse y mirar qué nos depara el cielo. |
AutoraMe llamo Asun. Soy licenciada en química y en psicología. Me dedico a enseñar pero me paso la vida aprendiendo. Archives
Mayo 2017
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